En abril participé en Le Tour de Frankie, la primera carrera de ciclismo de ultradistancia sin asistencia en México. Cubre 800 km con un desnivel positivo de 13,873 m, comenzando desde el icónico Zócalo de la Ciudad de México y terminando en Puerto Escondido, en la costa del Pacífico de Oaxaca. La ruta atraviesa la Sierra Mixteca, región que se extiende por los estados de Puebla y Oaxaca. Famosa por su terreno empinado, profundos cañones y rica herencia indígena, es hogar del pueblo mixteco, una de las culturas más antiguas y resilientes de Mesoamérica, quienes se llaman a sí mismos Ñuu Savi, que significa «Pueblo de la Lluvia» en lengua mixteca.
Esta fue la cuarta edición de la carrera y cada año la ruta se vuelve más compleja. La versión de este año fue sin duda la más técnica, con un terreno más escarpado y secciones más remotas. Yo diría que fue 40% asfalto, 50% camino de tierra, 10% caminos artesanales, que son básicamente nuevos caminos de concreto hidráulico y rocas creados por las comunidades indígenas.
Para mí, es mucho más que una carrera. Como mujer mexicana, considero que rodar sola y sentirse segura es un privilegio excepcional. Si bien creo que hay zonas más seguras en mi país, la violencia sigue siendo una realidad constante. El crimen organizado transforma los territorios y hay que estar siempre al pendiente de esos cambios. La seguridad nunca está totalmente garantizada. Es un tema muy complejo.
Además, los desafíos van más allá del crimen organizado; la violencia de género (que incluye acoso, agresión e incluso feminicidios) es una crisis persistente. Los espacios públicos no siempre son seguros ni respetuosos para las mujeres, lo que crea que estemos en un estado constante de alerta. Incluso actividades que deberían ser felices, como el ciclismo, se convierten en momentos de vigilancia porque nunca se sabe qué nos pueda pasar. Para muchas de nosotras, incluyéndome a mí, competir solas significa enfrentar un miedo muy real y cotidiano. Siempre es un poco inquietante estar sola.
Este año, de 115 ciclistas inscritos, solo 12 eran mujeres, divididas entre las categorías de individuales y parejas. Solo siete de nosotras compitieron en la categoría femenina individual. Es lógico, ya que rara vez ruedo en solitario; el miedo y el peligro son razones válidas para no querer hacerlo. Pero por esas mismas razones, vi esta carrera como una oportunidad.
Aventurarse en solitario requiere valentía. Esta carrera me retó a desaprender mucho de lo que había interiorizado para mi propia seguridad: siempre rodar acompañada y nunca de noche. Todo eso cambió aquí, y tuve que aceptarlo.
La carrera ofrece la oportunidad de ser observado por otros ciclistas, oficiales de carrera y observadores. Tener ese público añade una pequeña sensación de seguridad, aunque gran parte del recorrido se haga en solitario. Estaba nerviosa, pero hice todo lo posible por mantener la confianza en mis propias capacidades e inspirar confianza en los organizadores y su esfuerzo. La forma en que se organiza esta carrera se siente como un esfuerzo colectivo para crear un ambiente seguro, y eso, para mí, es poderoso.
En la obscuridad de la noche

La carrera comenzó a la 1:00 a.m. del sábado 26 de abril. La ciudad todavía se sentía con mucha vida, como cualquier otra noche de viernes. En el Centro Histórico, la gente estaba de fiesta, la música sonaba por las calles y el caos habitual de la vida nocturna llenaba el aire. Sobre nosotros, el cielo estaba despejado y las estrellas brillaban con fuerza, como si bendijeran nuestra partida. En el Zócalo, el ambiente se sentía como una celebración especial. Los ciclistas estaban reunidos con sus familias y amistades, compartiendo abrazos de último minuto, ajustándose el equipo, riendo nerviosamente. Se podía sentir la anticipación latiendo por toda la plaza. Salimos por la Calzada de Tlalpan a un ritmo vertiginoso de 40-45 km/h. Iba en una bici de gravel con llantas de 700×45, y nunca había ido tan rápido solo con la bici cargada. Intenté seguir al pelotón, pero era intenso.
Me aferré hasta que llegamos a la primera subida en Xochimilco, por la carretera México-Oaxtepec. Encontré un ritmo más constante, aún más rápido que mi ritmo habitual. La primera subida es el clásico paseo a La Loma, en la región montañosa del sur-oriente de la Ciudad de México. La temperatura bajó bastante, tan fría que necesitaba una chamarra, pero el ritmo no me permitía bajar parar a buscarla. No quería quedarme atrás, así que no paré en absoluto, al menos hasta la subida a Paso de Cortés. Alrededor de las 4:00 a. m., llegué a la base de la subida a Paso de Cortés, una subida brutal con 1600 metros (5250 pies) de desnivel positivo a lo largo de 23 kilómetros. En la subida, empecé a sentir un frío muy intenso, y entonces vi nieve; era la primera vez que veía nieve en la carretera. Disminuí la velocidad para ponerme mis guantes. Los ciclistas empezaron a adelantarme y charlé con algunos. Fue hermoso ver tantas luces de bicis por el camino bajo un cielo estrellado.
A las 5:00 a. m., empezó a amanecer, y alrededor del kilómetro 92, vi la cima del volcán Popocatépetl cubierta de nieve. Fue impresionante.

Llegué al Punto de Control 1 en Paso de Cortés (km 100) alrededor de las 6:00 a.m., mucho más rápido que en mis intentos anteriores de toda mi carrera ciclista. Me dijeron que estaba en segundo lugar entre las mujeres, y no podía creerlo. Me sentía genial y no quería parar mucho. Me tomé un momento para reponer fuerzas y charlé brevemente con caras conocidas sobre el frío y la emoción de la ruta, tomé una foto del Popocatépetl y seguí adelante. El descenso es sobre tierra volcánica polvorienta que afortunadamente se había compactado un poco por la nieve, me permitió bajar con buena velocidad. Hacía un frío glacial. La temperatura bajó de 0 °C, y mis guantes no estaban hechos para eso. Aguanté, pero me ardían las manos por el frío del descenso. El descenso desde Paso de Cortés se extendió por más de 40 kilómetros, con un impresionante desnivel de 2000 metros, afortunadamente el clima mejoró muy cerca de Atlixco, Puebla (km 140). Una vez finalizado el descenso, me topé con este horrible tramo de carretera por alrededor de una hora que pareció eterno.
Entrando al infierno
Alrededor del km 170, nos desviamos hacia el pueblo de Tepeojuma y entramos en otro largo tramo de tierra. Llegué al Punto de Control 2 en San Juan Epatlán (km 181) antes del mediodía. Paré a comer algo rápido: quesadillas.
A partir de ahí, la cosa se puso seria. Los 129 kilómetros entre los Puntos de Control 2 y 3 fueron brutales. Mi ciclocomputador marcaba 40 °C, hacía un calor insoportable, al menos para mí. El terreno cambió drásticamente: semidesértico, lleno de imponentes cactus y arbustos espinosos, con nada de sombra y pendientes brutalmente pronunciadas, a menudo de alrededor del 15 %.

A las 14:00, sol se puso más intenso, sentí que mi cuerpo empezaba a fallar. No había dormido desde la noche del jueves, llevaba casi 38 horas despierta. Empecé a moverme a cámara lenta. Cerca del río Atoyac (km 234), encontré una pequeña tienda donde más de diez ciclistas se habían desplomado en la sombra. Algunos dormían en el pavimento. Ahí me encontré a mi novio, Cooper, así que me estacioné junto al grupo de dormidos y enseguida me quedé dormida también. Mucha gente bromeaba diciendo que ese lugar era el Punto de Control 2.5 porque la mayoría de los ciclistas se detenían allí un rato a dormir o a comer.
Desperté una hora después, todavía exhausta y ahora cubierta de picaduras de hormigas. Espere con el grupo de ciclistas a que el sol bajara un poco más, alrededor de las 4:30 p. m., salimos un grupo pequeño, decididos a llegar al Punto de Control 3 antes de media noche. Me enteré que ya había pasado al tercer lugar, con Zaira Contreras en segundo ya que ella decidió no descansar y rodar en las horas de mayor sol.
Cayó la noche al acercarnos a Santa Inés Acatempan. La subida al pueblo era imposible de pedalear, todos caminaban. Algunos ciclistas yacían dormidos al borde de la carretera, tal vez sin saber de la abundancia de escorpiones en la región. Todo se sentía muy surrealista. Llegué al km 283 con Simon (de Alemania) y Ulises (de Tlaxiaco, Oaxaca). Después de buscar un poco, encontramos lo que apenas podía considerarse un hotel y nos quedamos allí. Alrededor de la medianoche, Tania Arana se unió a nosotros.
A las 5:00 a. m., Tania y yo partimos. Descendimos al corazón de la Sierra Mixteca Poblana mientras el amanecer teñía las colinas de rosa. Llegamos al Punto de Control 3 en Acatlán de Osorio (km 300) a las 7:00 a. m., donde nos recibieron cálidamente los anfitriones con café de olla y pan dulce. Todos coincidieron en que la subida a Santa Inés fue brutal. Después de un rato de chisme y descanso, continué solo hacia el CP4.


Este siguiente tramo era nuevo. El año pasado, esa sección estaba toda pavimentada, pero esta vez los organizadores añadieron un tramo de tierra accidentado de 70 km, que combinaba caminos de grava, senderos, camino de campo e incluso una sección de rocas sin sendero. A veces me encontraba con Tania; nos intercambiábamos posiciones para el tercer puesto. En ese momento no me parecía una carrera, y fue agradable contar con su compañía en ese tramo tan complicado. Orientarse era difícil, pero la gente que conocí en el camino fue increíblemente amable. La gente local me saludaba y me deseaba «buen día», y los niños me ayudaban a volver a la ruta cuando me confundía y me perdía. Fue hermoso, y momentos como esos son parte de por qué me encanta andar en bici en México. La amabilidad mexicana es de otro nivel.
Esa parte de la Mixteca Poblana es tan remota que solo se ven pasar viejos Nissan Tsurus de vez en cuando. Por un rato rodé con dos chicos Puebla que aportaron mucha energía a ese segmento largo, excepcionalmente caluroso y seco. Las subidas fueron más empinadas de lo esperado. Al mediodía, mi ciclocomputador marcó 45 °C (113 °F), pero curiosamente, no la sentí tan intensamente como el día anterior. O me estaba acostumbrando al sol abrasador o tenía demasiado dolor en el cuerpo como para distraerme con el calor.

Finalmente, llegué a Huajuapan de León (km 388) a las 16:00. Estaba oficialmente en el estado de Oaxaca. Comí con otros corredores, dormí una siesta de dos horas y luego continué solo alrededor de las 21:00, optando por pedalear toda la noche para evitar el calor. Después de comer y descansar, me sentí genial en ese tramo de carretera: el aire era fresco, las subidas eran suaves y me sentía con mucha fuerza.
Al llegar a Tamazulápam, paré en la única tienda abierta alrededor de la medianoche y compré jugo, agua y pan. Un ciclista local llamado Eduardo apareció. Era un observador de la carrera y me invitó a descansar en su taller de bicicletas. Al principio, dudé porque no suelo ir con desconocidos que me encuentro por la calle y estaba un poco nerviosa. Pero terminamos charlando fuera de la tienda mientras yo tomaba un jugo y comía unas papas. Finalmente, apareció mi amigo Uziel, con una cara de que estaba devastado, y decidimos ir con Eduardo. Amablemente nos dejó cargar nuestros dispositivos e incluso nos ofreció café y arroz. Fue un pequeño momento de calidez y amabilidad en plena noche que no esperaba, pero que agradecí muchísimo. Nos comentó que él y su madre planeaban recibir a más ciclistas esa noche y la siguiente. Me sentí como en un pequeño oasis en plena noche.
A las 2:00 a. m., decidí que era hora de irme. Me despedí y me adentré en la oscuridad. Desde Tamazulápam, estuve completamente sola. Jaurías de perros me perseguían ladrando ferozmente e intentando morderme la bicicleta y los talones. Mantuve la calma, les eché agua cuando era necesario y seguí pedaleando, esforzándome más para escapar. A pesar de eso, me sentía emocionalmente fuerte. Puse mi playlist de cumbias viejas en mi pequeña bocinay seguí pedaleando.
En San José de Gracia (km 460), empezó a hacer mucho frío. Vi el amanecer en uno de los puntos más altos de la ruta, a 2500 metros sobre el nivel del mar. El aire fresco fue un alivio. Me encontré de nuevo con Simón, a quien no había visto desde Santa Inés Acatempan, antes del CP3. Pedaleamos juntos por el bosque durante un rato. Finalmente, perdí de vista a Simón y entré en un tramo de carretera donde el calor empezó a subir poco a poco. No había sombra, solo subidas y bajadas interminables. A pesar del calor sofocante, me sentía muy fuerte; una vez más, me encontraba en segundo lugar, iba por delante de la ganadora del año pasado, Zaira Contreras. Me sentía motivada para seguir manteniendo mi ritmo, incluso con el calor. En ese momento no me importaba nada. Solo quería seguir pedaleando.
El punto de quiebre


Llegué al Punto de Control 4 en Chalcatongo de Hidalgo (km 530), en la zona de la Alta Mixteca, alrededor de las 14:00, todavía en segundo lugar, pero ya muy cansada. Necesitaba parar a dormir, pero seguí hasta Santiago Yosondúa (km 550); para descansar en un hotel que conocía de mis recorridos pasados por la zona. Devoré una empanada de mole amarillito y más pan dulce, y me quedé dormida.
A las 18:00, me desperté con náuseas y vómitos. Lo ignoré. Pensé era porque me había tomado un Sal de Uvas, o tal vez solo nervios. No le di importancia. Me preparé para lo que sería la subida más difícil de la carrera: de Vergel a Buenavista. Empaqué mis cosas y salí de Yosondúa alrededor de las 7:30 p. m., dispuesta a pedalear toda noche.
Antes de llegar a la subida emblemática de la carrera, tuve que descender a El Vergel, un descenso rocoso y técnico. Tuve que parar varias veces por el dolor en las muñecas. Seguía con el estómago hecho un nudo.
La subida a Buenavista, que era la subida emblemática de la carrera, se extendía por 21 km con 1600 metros de desnivel positivo y rampas brutales que alcanzaban hasta el 15%. Empecé a pedalear, pero no tardé en tener que caminar. Intenté beber agua para calma mi sed, pero vomité enseguida. Lo intenté de nuevo. El mismo resultado. Fue entonces cuando empecé a preocuparme. Mi estómago estaba revuelto. Tenía escalofríos y fiebre, y solo una señal débil e intermitente en el celular. Les escribí a mis seres queridos para decirles que no me encontraba bien. Eran más de las 11 p. m. y el Sereno (niebla fría) empezó a llegar. Entonces, empezó a lloviznar. Me sentía extremedamente mal, apenas presente. Recordé que tenía mi vivac de emergencia, así que lo saqué de mi mochila, me metí en él acomodado bajo un árbol y me dormí.

Desperté desorientada, sin saber cuánto tiempo había estado inconsciente. Intenté montar, pero mi cuerpo estaba muy débil. Se me había acabado el agua y, después de tantos vómitos, me dio diarrea, seguida de fuertes calambres estomacales que me dejaron doblada. Me sentía fatal. No podía rodar, así que caminé. Luego me acosté. Volví a caminar, repitiendo este ciclo durante horas. Todo era borroso; a veces, olvidaba que estaba en una carrera. Mentalmente estaba en un lugar complicado.
Finalmente, llegué a un claro y me desplomé en el camino de tierra. Cinco estrellas fugaces cruzaron el cielo. Lloré, abrumada por la situación.
Cuando me di cuenta de que casi amanecía, entré en pánico. Esperaba por completar la subida que planeaba hacer en seis o siete horas, pero habían pasado casi doce. Volví a llorar porque, de repente, terminar se sentía completamente fuera de mi alcance; esto se había convertido en un juego de supervivencia.
Al salir el sol, otro ciclista me alcanzó. No hablamos mucho, solo me dijo «Buenos días» y siguió adelante. Ese pequeño gesto me ayudó a superar lo que sentía, así que seguí subiendo. Pasé por una cabaña de madera, pintada de rojo con un letrero pintado a mano que decía «Le Tour de Frankie» y «agua», con una pequeña bicicleta dibujada a su lado. Llamé y apareció una señora. Se llamaba Doña Agustina, una mujer de mediana edad con largo cabello negro y una presencia amable que me tranquilizó de inmediato.
Me invitó a su cocina. Le conté sobre mis problemas estomacales. Me dio té de menta y tortillas caseras, y para mi suerte, una loperamida. Luego me ofreció su cama. Dudé, no quería abusar de su confianza, pero lo necesitaba, así que acepté. Necesitaba un gesto tan amable en ese momento. Dormí unas tres horas.


Al despertar, me encontré con su hija, su nieto y María Esperanza, su abuela. Todos eran cariñosos y amables. Me dijeron que habían estado observando a los corredores durante las últimas tres ediciones de la carrera, admirando nuestro esfuerzo y por eso colocaron el cartel de agua para ayudar a quien lo necesitara.
Pasaron más ciclistas, algunos pararon a tomar agua y a comer las tortillas de maíz azul echas por las manos de Doña Agustina. Charlé con la gente que se detuvo, y algunos me aconsejaron que me retirara. Dije que lo pensaría. No sabía qué hacer. No quería arriesgar mi vida; el siguiente tramo de la carrera era uno de los más calurosos, sin otra salida que descender 1800 metros. Pero quería terminar, era un dilema muy personal. Rodar con ese calor estando ya peligrosamente deshidratada podía ser una situación muy peligrosa. Tomar una decisión fue increíblemente difícil. No podía comer mucho, todavía tenía el estómago revuelto. Doña Agustina ofreció a que su hija me llevara al siguiente pueblo, pero lo rechacé porque me descalificarían. Mencionó que había una Clínica del IMSS (un tipo de centro de salud público) cerca, en Independencia, y por suerte, estaba a solo dos pueblos de Buenavista, convenientemente todo cuesta abajo.
A las 2:00 p. m., empecé a sentirme un poco más fuerte. Pude comer y beber, así que decidí seguir, al menos hasta la clínica para ver al médico. Al irme, lloré, abrazándome y despidiéndome de la familia. Me sentí tan bien pasando el tiempo con ellas; su amabilidad y energía positiva me sanaron. Prometí volver. Fueron como ángeles en la ruta, y les estaba profundamente agradecida.


Llegué a Buenavista (km 600), la cima de la subida, con 14 horas de retraso. Compré agua en una tienda (pequeña tienda local), llené mis botellas y mochila de hidratación, y luego me senté afuera a beber agua e hidratarme un poco. Para mi sorpresa, ¡el agua sabía a mezcal! La escupí con incredulidad. Fui a contarle a la gente de la tienda sobre el extraño sabor. Se disculparon y me explicaron que a menudo guardan mezcal para venderlo en botellas de agua, el mezcal que ellos mismos elaboran. Después de reírnos un rato, me dieron agua de verdad y me ayudaron a limpiar mi equipo. Finalmente, después de más tiempo del esperado, salí de Buenavista. El descenso a Independencia fue duro, sentía calambres en el estómago con cada bache que pasaba.
Después de descender un rato conseguí señal. Mi teléfono se llenó de mensajes de familiares, amigos y organizadores de la carrera, todos preocupados porque mi punto no se había movido en horas y no tuve contacto con nadie, ni siquiera por medio de mi rastreador GPS. Me detuve para asegurarles que estaba bien y contarles mis planes de continuar al menos hasta el CP5, sintiéndome un poco mejor y dirigiendome a la clínica del IMSS.
En retrospectiva, si vuelvo a encontrarme en una situación así, necesito hacer lo posible por mantenerme en contacto. Por eso tengo un rastreador satelital con mensajería, pero no había enviado actualizaciones durante mucho tiempo, me sentía tan mal que no me aseguré de que mis mensajes se enviaran ni de que yo recibiera los suyos. Metí la pata. Queda como un aprendizaje importante.
Llegué a la Clínica Independencia del IMSS minutos antes del cierre, alrededor de las 4:00 p.m. El médico confirmó que tenía una infección estomacal y me recetó antibióticos y medicamentos para la diarrea y las náuseas. Me dijo que estaba suficientemente bien como para continuar, lo cual me dio un respiro. No estaba segura de terminar, pero sabía que tenía que intentar llegar al CP5 y ver cómo me sentía. “Poco a poco” fue mi nuevo mantra de carrera.
Continué descendiendo hacia el Punto de Control 5 con una vista impresionante del atardecer en la Sierra Mixteca. A mi alrededor, el sonido de las chicharras anunciaba lluvia; parecía electricidad zumbando en el aire, y podía sentir su vibración. Era una sensación increíble.
A mitad de camino, me encontré con uno de los organizadores de la carrera, Jaime Nápoles, sentado en el pequeño pueblo llamado «El Paraíso». Me preguntó si estaba bien y le conté un poco de mi pequeña aventura de supervivencia. Dijo que todos habían estado preocupados, pero que se alegraban de que estuviera lo suficientemente bien como para seguir. Después de despedirme, continué hacia el CP5. Empezó a llover ligeramente, pero la temperatura seguía siendo cálida, lo que hacía que la lluvia se sintiera refrescante.
El último empujón
Llegué al Punto de Control 5 (km 612) en La Humedad alrededor de las 8 p.m. Algunos bromeaban diciendo que aún estaba en la contienda por el tercer puesto, Tania Arana no iba muy lejos, pero en ese momento, solo me importaba terminar, descansar lo suficiente y mantenerme bien hidratada. Comí un huevo cocido con atole de arroz, preparado amablemente por la gente del lugar. Descansé unas horas en una hamaca. Alrededor de la 1:00 a. m., partí hacia la última subida: Santiago Ixtayutla. El camino estaba pavimentado con concreto hidráulico, pero eso no lo hizo más fácil; las rampas eran empinadas, a menudo alcanzando el 15%. Al menos mi estómago se había estabilizado un poco, y aunque tuve que parar de vez en cuando para descansar un momento, seguí avanzando, en la noche.

La energía en esa sección se sentía espeluznante, aunque no podía explicar por qué. El año pasado, sentí algo extraño cuando pasé por ese segmento al caer la noche, y por curiosidad, pregunté a algunos locales si alguna vez lo habían sentido algo similar. Justo me confirmaron que esa parte de bosque les transmite una energía fuerte e inusual al anochecer, algo que no debe tomarse a la ligera. Me recomendaron rodar de día. Pero no podía esperar a que amaneciera para subir; ya iba tarde, así que rodé toda la noche otra vez. Minimicé las paradas, sobre todo después de ver algunos escorpiones y serpientes cruzando la carretera. Iba aterrada y completamente sola, bueno iba acompañada de mi bocinita con corridos.
Al amanecer, llegué a San José de las Flores. Estaba cerca de la costa. Me emocioné. Los lugareños me recibieron con alegres «Buenos días» y amables comentarios sobre mi gran esfuerzo de estar ahí en la bici. Uno incluso bromeó diciendo que aún podía alcanzar al resto del grupo que iba más adelante; me hizo reír.
A las 10:00 a. m., llegué a Jamiltepec, un pueblo muy animado. Pensé en parar a comer algo, pero no quería arriesgarme a un malestar estomacal, así que seguí adelante. Solo quedaban 100 kilómetros hasta Puerto Escondido, pero resultaron ser de los más difíciles que he recorrido. Al mediodía, el calor era implacable. Paraba en cada tienda que pasaba, solo para tomar electrolitos, disfrutar un poco de sombra y evitar la deshidratación.

Los últimos 50 kilómetros fueron brutales. Me dolían las manos, mi ropa estaba tan sudada que me pesaba insoportablemente y me picaba la piel como nunca. Nunca me había sentido tan incómoda en mi vida. En un momento dado, vi una camioneta y, por un segundo, pensé en pedir que me llevaran. Pero no. Me recordé a mí misma por qué había venido, lo lejos que ya había llegado a pesar de todo. Iba despacio, pero avanzaba. Estaba decidida a terminar.
Llegué a la meta en Puerto Escondido alrededor de las 4 p. m. del 30 de abril; era la cuarta mujer en llegar. Mis amigos, mi pareja y mi familia me esperaban. Parecía un sueño. No llegué al podio, pero ese nunca fue el verdadero objetivo. Lo que quería era la oportunidad de superarme. Lo que alcancé fue algo mucho más personal: una nueva dimensión de mí misma. Me esforcé más allá de lo que creía poder soportar. Rodé sola durante horas y días. Enfrenté el dolor, la incertidumbre e incluso una visita al hospital. Y, aun así, seguí adelante. Terminé dentro del tiempo límite. Aguanté más de lo que había aguantado en mi vida para llegar a la meta en tiempo y forma.


El resistir en una carrera de ultradistancia
Esta carrera me hizo reflexionar profundamente sobre el significado de la resistencia. Para mí, la resistencia se ha convertido en algo muy importante en una carrera de ultradistancia y considero que va más allá de una medida física. En una carrera de ultradistancia, hay que resistir y soportar situaciones muy desafiantes. Implica estar presente ante las dificultades, y de aguantar, a pesar del dolor, la fatiga o las incomodidades. Es otro tipo de fuerza silenciosa y constante, que surge de lo más profundo de nuestro ser.
En medio de una carrera de ultradistancia, no solo se mide la condición física, sino que se tiene responder a lo inesperado, a mantener la calma cuando todo se desmorona, a no dejar que el miedo te paralice. No se trata solo de cuántas horas has entrenado ni de lo fuerte que seas fisícamente, sino de una mentalidad que solo se revela cuando estás lejos de tu comodidad, cuando tu cuerpo quiere parar pero tu mente decide lo contrario. Se trata de sobrellevar y continuar, a veces con terquedad, cuando las circunstancias parecen abrumadoras.

Este año no gané una medalla. Pero adquirí la certeza de que puedo resistir, de que puedo superar el miedo y la incertidumbre, de que tengo una fuerza interior inquebrantable.
Quiero felicitar a Zaira Contreras, Edna González, Tania Arana y a todas las mujeres que participaron en la carrera de este año. Se necesita valentía para presentarse, para enfrentar lo desconocido y para superar el miedo, y eso fue precisamente lo que hicimos. Me siento profundamente inspirada por su fuerza y presencia. Gracias a ustedes, estoy más motivada que nunca para seguir preparándome, seguir esforzándome y seguir creyendo en lo que somos capaces de hacer.
Fotografía por Paola Berber