Ruta de Perú a Bolivia - Martin en camping

Conos, cañones y planicies – ruta de Abancay a La Paz en bicicleta

En la última década, la ruta Peru Great Divide (PGD) ha ganado gran popularidad entre los ciclistas de bikepacking de larga distancia. No sería exagerado decir que esta travesía, que cruza la imponente Cordillera Central del Perú, se ha convertido rápidamente en un nuevo clásico y en un favorito indiscutible para quienes buscan grandes aventuras sobre dos ruedas.

La región montañosa al sureste del extremo meridional de la PGD ofrece paisajes tan espectaculares como desolados, que bien pueden competir con los escenarios de la más transitada PGD. La ruta que presento aquí parte de Abancay y finaliza en La Paz, pasando por Arequipa y el Lago Titicaca. Puede ser vista como una extensión de la PGD, aunque, por su longitud y sus desafiantes tramos, constituye en sí misma una épica aventura de varias semanas de duración.

Desde la adolescencia he sentido una profunda pasión por el ciclismo en todas sus formas, un amor que ha perdurado y se ha transformado en una búsqueda constante de rutas remotas y desafíos únicos. Desde 2007, he recorrido los paisajes más indómitos de Perú, Bolivia, Chile y Argentina, territorios que ofrecen todo lo necesario para una aventura pura: montañas imponentes, caminos solitarios y culturas fascinantes. Por cada viaje que completo, siempre surge un nuevo plan, un nuevo horizonte por descubrir. Este relato es el resultado de mi más reciente travesía, un recorrido de seis semanas que me llevó desde las alturas de los Andes peruanos hasta el altiplano boliviano, a través de paisajes impresionantes y encuentros memorables.

Cusco y el Valle Sagrado – un prólogo

Paso una semana en Cusco, a 3,400 metros sobre el nivel del mar, para aclimatarme a la altura, alistar la bicicleta, organizar el equipaje y realizar los aprovisionamientos necesarios. Para comprobar si mis glóbulos rojos están listos para enfrentar el esfuerzo físico en el aire enrarecido de la altura, realizo una breve excursión de tres días por el Valle Sagrado, al norte de Cusco.

El recorrido me lleva por huertas de quinua, lagunas habitadas por una gran variedad de aves, extensos campos donde las mazorcas de maíz se secan al sol y tranquilos pueblos que parecen detenerse en el tiempo. Aunque para esta salida solo llevo la mitad del equipo en la bicicleta, esta etapa sirve como un excelente calentamiento para las piernas, además de permitirme comprobar que todo el equipo funciona correctamente y mentalizarme para el desafío que se avecina.

Regreso a Cusco con entusiasmo renovado, listo para cargar la bicicleta en el autobús que me llevará a mi punto de partida: la ciudad de Abancay, a unas dos horas de Cusco. Estoy ansioso por dejar atrás la civilización e internarme en las montañas en busca de la gran aventura en solitario que tanto he esperado.

La tierra de los desafíos

Ruta de Perú a Bolivia - Tierra de desafíos

Corono la subida y alcanzo el abra. Por primera vez en todo el día muevo la palanca del cambio para deslizar la cadena del piñón más grande. La inercia de la bicicleta apenas alcanza para avanzar unos pocos metros antes de que mis pies deban tocar el suelo nuevamente. Me inclino sobre el manillar, jadeando, tratando de compensar la deuda de oxígeno acumulada en los últimos minutos desde mi última pausa. El GPS me indica que estoy a 4,980 metros sobre el nivel del mar. No se escucha ningún sonido, salvo el de mi respiración forzada.

Tras un minuto de pausa, puedo al fin deleitarme con el paisaje frente a mí: cumbres áridas se levantan en un paisaje con más matices de colores que una carta cromática amplia. Me encuentro a cuatro días de mi punto de partida en Abancay y aún faltan entre quince y veinte etapas desafiantes para alcanzar mi primera meta: la ciudad de Arequipa. Las subidas inclementes, el frío punzante, las quemaduras del sol, la pérdida involuntaria de peso y las señales cada vez más acuciantes de un cuerpo desgastado por la falta de recuperación son el precio a pagar para cruzar el umbral hacia la aventura más pura.

Ruta de Perú a Bolivia - Tierra de desafíos

Algunos días este precio parece más alto que otros, pero lo pago sin vacilar. Lo hago por la majestuosidad de la naturaleza, por los encuentros inesperados y cálidos con los lugareños, y por esos momentos en los que mi mente alcanza un estado de calma zen.

Tras otro minuto tratando de extraer cada molécula de oxígeno del aire gélido, me siento listo para enfrentar el siguiente escenario que se despliega ante mí. En este lugar, donde la vida parece casi inexistente hasta donde alcanza la vista, siento que ingreso en una naturaleza muerta que bien podría ser una maravillosa pintura tridimensional. Ahora tengo aproximadamente una hora para encontrar un lugar donde montar la tienda de campaña antes de que la oscuridad engulla esta hermosura y la temperatura descienda en picada.

Compartir habitación con la cena

Esta noche he tenido la suerte de dormir bajo techo en un pequeño pueblo llamado Huacallo. Un chico me guía a través de un portón oxidado; con dificultad, meto la bicicleta, y llegamos a un patio donde una de sus hermanas mayores está ocupada lavando ropa. Otra hermana, más pequeña, le ayuda colgando prendas empapadas en un hilo metálico.

Al principio, ambas me miran recelosas (una expresión a la que ya me he acostumbrado desde el inicio del recorrido). Luego, intercambian miradas y estallan en risas (una reacción que tampoco me es ajena). Y no las culpo: mi atuendo desaliñado, el pelo despeinado, la barba de tres semanas y la capa de polvo que me cubre de pies a cabeza bien podrían arrancarle una sonrisa a cualquiera.

Ruta de Perú a Bolivia - Hermanas en Huacallo

Charlamos un rato antes de que su madre, la señora de la casa, me indique la puerta de una habitación que colinda con la suya. Estoy a mitad de maniobra para meter la bicicleta en el cuarto oscuro cuando, de repente, me doy cuenta de que tendré que compartir el limitado espacio con media llama degollada que yace sobre una lona en el suelo. La cena está, literalmente, a la vista.

Aprovecho la luz mortecina para dar un breve paseo por la pequeña comunidad situada junto a una laguna, con majestuosas montañas como telón de fondo. Poco después, me encuentro sentado a una mesa iluminada por la tenue llama de una lámpara de gas, disfrutando —¡sorpresa!— de un bife de llama con arroz.

Al acostarme, bajo la luz de mi linterna, me recuerdo a mí mismo que, si durante la noche necesito salir de la habitación, tendré que saltar por encima del cadáver en el suelo.

Hundirse en uno de los cañones más profundos del mundo

Ruta de Perú a Bolivia - Cañón Cotahuasi

Unos 100 kilómetros más adelante llego al borde septentrional del Cañón Cotahuasi, también conocido como la Subcuenca de Cotahuasi. Adentrarme en esta enorme depresión del paisaje —más profunda incluso que el famoso Cañón del Colca— marca un cambio radical en el decorado del paisaje. El clima se vuelve más cálido, la vegetación es abundante, y las terrazas cultivadas cubren el paisaje a donde alcance la vista.

El camino serpentea siguiendo el curso del río al fondo del cañón, descendiendo gradualmente hasta llegar a la ciudad de Cotahuasi, ubicada a 2,700 metros sobre el nivel del mar. Este cañón es una verdadera cornucopia de maravillas: la imponente catarata de Sipia, con 150 metros de altura; aguas termales; un bosque de piedra; y otro de cactus gigantes.

Para un ciclista hambriento, Cotahuasi es nada menos que un paraíso, especialmente después de varios días transitando por la puna, donde la oferta de alimentos es extremadamente limitada. Decido quedarme tres días en esta ciudad tan agradable, descansando y recargando energías antes de continuar con la travesía.

El oro verde

Unos días más tarde, estoy sentado sobre una de las grandes rocas que me han ofrecido algo de abrigo contra el viento durante la noche. He vuelto a ascender a la puna, y el clima tibio de Cotahuasi ya es un recuerdo lejano. Aquí arriba, todo se convierte en un mundo helado desde la medianoche hasta bien entrada la mañana. Como un reptil, me expongo a los primeros rayos del sol, tratando de disipar el frío y el entumecimiento de mis extremidades antes de enfrentar la jornada en la bicicleta.

De una de las alforjas saco una bolsita de plástico y examino su contenido: pequeñas hojas secas. Si las raciono con cuidado, deberían durarme justo hasta llegar a Arequipa. Saco unas quince hojas, las meto en la boca y las mastico hasta que se ablanden con la saliva. Pronto, el sabor característico y ligeramente amargo inunda mi boca.

Al igual que lo ha hecho durante siglos la población andina de América del Sur, yo también recurro a los efectos levemente estimulantes de esta sencilla hoja. Además de mitigar dolores y reprimir la sensación de hambre y fatiga, la hoja de coca se dice que atenúa los trastornos derivados de la gran altitud. O al menos, eso es lo que cuentan. No descarto que, como millones a lo largo de los siglos, sea víctima de un simple efecto placebo. Aun así, la masticación de coca se ha convertido en una actividad cotidiana, un ritual reconfortante, cuando menos, durante mi recorrido por los paisajes agrestes y elevados de Perú.

Que de esta hoja inocente e inocua también pueda extraerse un diabólico polvo blanco capaz de arruinar millones de vidas es, sin duda, otra historia.

El Valle de los Volcanes

Ruta de Perú a Bolivia - EL Valle de los Volcanes

A 437 kilómetros de Abancay, llego a la pequeña ciudad de Andagua, situada a 3570 msnm, junto a un fenómeno paisajístico de lo más peculiar: el Valle de los Volcanes. Este valle es una formación geológica impresionante, con más de veinte conos volcánicos diseminados a lo largo de unos 60 kilómetros. Hace unos doscientos mil años, la erupción simultánea de estos pequeños volcanes dio lugar a una enorme corriente de lava que cubrió todo el suelo del valle.

Hoy, el valle tiene un aspecto impactante, con los conos de distintas alturas emergiendo de la negra lava solidificada. Un sinfín de cactus ha colonizado la costra de lo que alguna vez fue un mar de piedra fundida. Aunque podría haber tomado un camino más directo desde Andagua, opté por una ruta más larga que me permitiera explorar este paisaje singular.

Atravesar las formaciones basálticas y acercarme a algunos de los majestuosos conos volcánicos ha sido una experiencia única. En esta parte del trayecto también paso por el punto más bajo entre Abancay y Arequipa, situado a 2559 msnm, lo que añade aún más variedad a este entorno fascinante.

¡Gooooool! y hospitalidad en la mina

Una de las tres ocasiones en las que supero los 5000 metros de altura durante el trayecto, decido desviarme un poco de la ruta para buscar un almuerzo en un lugar remoto. Tras varias horas enfrentándome a un viento despiadado que me muerde la piel del rostro, llego, exhausto y algo deshidratado, a un campamento de mineros. El viaje hasta este rincón apartado me ha tomado más tiempo del esperado, y la noche anterior se me acabó el agua.

Los mineros de la zona, cuya mina está a un día y medio del pueblo de Chachas, me reciben con una mezcla de desconfianza y hospitalidad. Una vez superada la sorpresa inicial, me invitan a entrar a una de las barracas de madera. Minutos después, una señora me sirve un almuerzo abundante, mientras me recupero del esfuerzo. Justo a tiempo, me uno a los mineros para ver el partido inaugural del Campeonato Europeo 2024. La experiencia tiene un tinte surrealista: compartir ese evento, transmitido desde otra galaxia —o al menos, desde siete husos horarios de distancia—, con estos hombres de pocas palabras en un paraje tan aislado.

Horas después, alcanzo la cima del paso a 5191 msnm. El viento sopla con fuerza, el frío penetra hasta los huesos y las sombras del atardecer se alargan rápidamente. La cuenta regresiva ha comenzado: en menos de dos horas debo estar dentro del saco de dormir si no quiero convertirme en una estatua de carne congelada en la oscuridad.

En el descenso, sin embargo, me encuentro con un nuevo desafío. Las lluvias torrenciales de meses anteriores han provocado desprendimientos que bloquean el camino en varios puntos. Durante casi dos kilómetros, no tengo más opción que empujar y cargar la bicicleta, con todo el equipaje, a través de lo que parece un cráter de bomba. Este día, sin duda, termina siendo el más largo, agotador y frío de todo el recorrido.

Come, bebe, descansa, duerme. Repite.

Arequipa marca la primera meta de mi travesía. Llego a esta, la segunda ciudad más importante de Perú, 22 días después de haberme sentado en el sillín al partir de Abancay. Es momento de hacer un alto en el camino. Durante los seis días siguientes, me convierto en un turista más, disfrutando de una pausa en la rutina diaria de levantar campamento y pedalear sin tregua.

Ruta de Perú a Bolivia - Arequipa

El cuerpo, tras tres semanas de esfuerzo constante en un régimen de déficit calórico, ha enviado señales claras de que necesita un respiro. Una pérdida de peso involuntaria de cinco kilos lo dice todo. Necesito descansar, comer bien y sentir calor en las extremidades, algo que puedo atender en Arequipa. A 2300 metros sobre el nivel del mar, la ciudad goza de un clima agradable y cuenta con todo tipo de comodidades para recuperar fuerzas.

Además, la abundante oferta de alimentos me permite hacer provisiones para la segunda mitad del recorrido. Arequipa, con su clima benigno y su vibrante energía, se convierte en el lugar perfecto para preparar cuerpo y mente para los desafíos que aún están por venir.

Tocar fondo y una subida formidable

A pocos días de haber dejado atrás el bullicio, las comodidades y la abundancia de comida en Arequipa, llego al pequeño pueblo de Omate. Según el mapa, el tramo del día siguiente me llevará al punto más bajo de todo el recorrido, a unos escasos 1345 msnm. El paisaje que rodea los dispersos pueblitos de la zona está marcado por montañas medio ocultas por enormes dunas de arena y una paleta de colores terrosos. Una franja verde serpentea junto al Río Omate y, más adelante, al Río Tambo, los dos ríos que acompañan mi camino en estos días.

Es tentador tomar el único desvío de este tramo, que me llevaría a cruzar una cordillera y descender hacia el desierto y la costa del Pacífico. Sin embargo, sigo firme en mi ruta, infundiéndome valor mientras me aproximo al puente sobre el Río Tambo. No es que el cruce del puente represente algún desafío, pero justo al otro lado comienza una subida imponente: desde los 1847 hasta los 4614 msnm en tan solo 35 kilómetros. Un desnivel de 2767 metros, con 81 curvas en herradura, me espera.

Los gradientes son aterradores y, para colmo, el pésimo estado del camino en los primeros 12 kilómetros me obliga a empujar la bicicleta la mayor parte del tiempo. A medida que gano altura, las vistas son absolutamente deslumbrantes, pero el esfuerzo me lleva al límite. Tardo dos días completos en completar esta subida, durante los cuales paso por los pequeños pueblos de Sijuaya y Muylaque. Este último tiene una pequeña tienda con una oferta muy limitada de alimentos, apenas suficiente para reponer fuerzas.

A solo dos kilómetros de coronar la subida, me encuentro con los primeros compañeros de viaje: una pareja de ciclistas de Nueva Zelanda que descienden a toda velocidad. Con los frenos chirriando, se detienen para saludar. Charlamos un rato e intercambiando información sobre las rutas que nos esperan antes de despedirnos. Ellos desaparecen rápidamente, volando cuesta abajo, mientras yo prosigo con esfuerzo hacia la cima, hasta encontrarme nuevamente en la puna.

El volcán calvo

Otro hito en la ruta lo alcanzo al día siguiente: el volcán Ticsani, uno de los cuatro volcanes activos de Perú, se alza imponente en un paisaje que parece sacado de otro mundo. Siglos de vientos fuertes y cambios extremos de temperatura han modelado su figura, dándole formas suaves y una superficie desgastada que delata su antigüedad. Decido salirme del camino principal, empujando la bicicleta por el terreno arenoso que rodea la falda del volcán, hasta encontrar un lugar donde acampar. Una roca gigantesca me sirve de refugio contra el viento y como punto fijo en medio del mar de arena y rocas dispersas.

El día siguiente lo dedico a descansar. Permanezco junto a la tienda, dejando que el sol me devuelva algo de calor después de las noches frías que son ya una constante en la puna. Por la tarde, motivado por la promesa de vistas increíbles, comienzo el ascenso por la ladera del volcán. Zigzagueo por su superficie porosa mientras el viento arranca lágrimas de mis ojos y el sol comienza a teñir de dorado todo el paisaje. Con pasos pesados pero constantes, alcanzo finalmente la cumbre a 5408 metros de altura.

La vista desde la cima es simplemente alucinante. Hacia el oeste, el camino serpenteante por donde llegué el día anterior parece un fino trazo en la distancia, mientras que hacia el este distingo la pista que bordea dos lagunas que me esperan en el trayecto de mañana. El viento glacial y el persistente olor a azufre hacen evidente que el volcán aún está vivo. Incluso con el bramido constante del aire, puedo escuchar el sonido agudo del vapor escapando de las chimeneas amarillentas en las cercanías.

El descenso es lento, cada vez más frío y envuelto en una luz tenue que rápidamente cede al manto oscuro de la noche. Guiado por la luz de mi linterna, consigo encontrar mi roca refugio y la tienda, que me espera como un santuario cálido en este paisaje implacable.

Cometas humanas que se rozan

En los días que siguen al ascenso al volcán Ticsani, me encuentro, como tantas veces en esta travesía, en lo que parece ser tierra de nadie. O casi. Porque, aunque he vuelto a trepar hasta la puna, de vez en cuando me cruzo con algún representante de la especie Homo sapiens. En medio del vasto paisaje vacío, capaz de quitarle el aliento a cualquiera por su belleza arrobadora, aparece de repente una figura: un hombre o una mujer arreando llamas o dirigiéndose a algún pueblito oculto al otro lado de las montañas.

Si estamos lo suficientemente lejos como para no cruzar palabras, levanto la mano en un saludo reverente hacia esa pequeña silueta distante. Si el destino nos acerca un poco más, acompaño el gesto con un sonoro “¡Hola!”. Me sorprende, a menudo, el sonido de mi propia voz después de haber pasado uno, dos o incluso tres días sin articular palabra alguna.

Ocasionalmente, nuestras trayectorias coinciden lo suficiente como para un breve encuentro. En esas raras ocasiones, intercambiamos un apretón de manos y unas pocas palabras —las necesarias para romper momentáneamente el abrumador silencio de la puna. Luego, cada uno sigue su camino, alejándose del otro, como dos cometas humanas que atraviesan este vasto y vacío universo de montañas, hundiéndose nuevamente en el inmenso espacio que todo lo envuelve.

La chica de la bicicleta roja

Acabo de pasar Tupala, una de esas pequeñas comunidades que apenas merecen ser calificadas como aldeas, situada exactamente a 400 kilómetros de Arequipa. Como de costumbre, he buscado algo de comida para llevarme, pero otra vez ha sido en vano. Parece que me esperan una cena y un desayuno más bien frugales, considerando los pocos alimentos que quedan en mis alforjas. Antes, sin embargo, tengo por delante una larga subida para cerrar la jornada.

El sol me golpea de frente, cegándome parcialmente, y no veo a la chica hasta que estoy casi junto a ella. Lleva un sombrero ancho que le da sombra al rostro, y está parada al lado de su bicicleta roja en el camino polvoriento y corroído. Me detengo para saludar y preguntarle su nombre. Se llama Yánet, tiene once años y una mirada intensa que parece abarcar más de lo que las palabras pueden expresar. Me cuenta que, varias veces a la semana, después de terminar las clases en el colegio, toma su bicicleta y sube a las montañas para cuidar de su rebaño de alpacas. Son sus alpacas.

Durante las siguientes tres horas, Yánet y yo compartimos camino y conversación. Subimos juntos, a ratos montados en nuestras bicicletas, a ratos empujándolas, mientras intercambiamos preguntas y fragmentos de nuestras vidas. La subida parece menos pesada con su compañía, y siento que esas horas se impregnan de algo más profundo que el simple avance por el terreno.

Finalmente, llegamos a una casita solitaria. Yánet se detiene; ha alcanzado su destino. Sin decir mucho, corre hacia la casa chata con mis bidones en mano y regresa minutos después, llenos de agua extraída de un pozo. Nos despedimos allí, en medio de la nada, y yo continúo la subida mientras ella se dirige a buscar a sus llamas.

Ese encuentro, tan inesperado como efímero, quedará grabado como el más entrañable y memorable de mi largo trayecto por las montañas de Perú. Amiga Yánet, espero que algún día vuelvas a ver a tu padre, desaparecido hace tres años. Espero que los encargados de tu colegio te regalen la nueva bicicleta que tanto deseas para subir con más facilidad al monte donde pacen tus alpacas. Y, sobre todo, espero que se cumpla tu sueño de conocer el mundo más allá de las montañas que hoy delimitan tu comarca.

Retornando a la civilización y un último reto

He estado casi seis semanas rodando por las montañas cuando, finalmente, vislumbro el mítico Lago Titicaca. A primera vista, parece un espejismo en medio del altiplano. La presencia humana se hace cada vez más evidente: la naturaleza silvestre da paso a un paisaje cultivado, y la soledad que me ha acompañado desde que dejé Arequipa comienza a desvanecerse. A medida que aumentan las construcciones, la basura dispersa y el bullicio humano, siento que estoy entrando en un nuevo capítulo del viaje.

Cuando llego a la orilla del lago, tan inmenso que parece que estoy frente al mar, me permito por primera vez considerar mi odisea en bicicleta mission accomplished. Si avanzo con fuerza, solo me quedan tres días para alcanzar La Paz, mi destino final. En Kasani, un sello en mi pasaporte marca mi salida de Perú, y poco después, otro en Bolivia confirma que ya estoy en tierras nuevas. No tarda mucho para que llegue a la ciudad de Copacabana, enclavada frente al lago. Decido quedarme allí un día más en esta ciudad, que tiene una importante concurrencia de turistas, para descansar un poco y para aplazar la conclusión del viaje. Quiero saborear la sensación de estar tan cerca de la línea de llegada.

Ruta de Perú a Bolivia - Lago Titicaca

Con un paisaje mucho menos accidentado y ahora rodando sobre asfalto, avanzo más rápido de lo esperado. Tan solo dos días después de haber dejado Copacabana, me encuentro frente al último gran desafío del recorrido: cruzar El Alto y salir ileso en el intento. Esta ciudad, que alguna vez fue un suburbio empobrecido de La Paz, ha crecido hasta superar en tamaño a la capital. Aún es un caos de tráfico pesado, calles sin asfaltar, alcantarillas abiertas, basura por doquier y un aire saturado de polvo y putrefacción. Respiro este aire asfixiante durante más de dos horas, el tiempo que me toma atravesar este descomunal laberinto.

De repente, llego al borde del altiplano, un punto que también marca el límite de El Alto. Desde allí, la vista abarca toda la ciudad de La Paz, extendida como un manto sobre el inmenso declive que desciende ante mis pies. Saco la foto obligatoria: la enorme ciudad allá abajo y mi bicicleta en primer plano. Ambos, mi bicicleta y yo, llevamos las marcas visibles de esta aventura que ha durado seis semanas. Siento un leve pinchazo de melancolía al pensar que este viaje está llegando a su fin, pero este sentimiento pronto se desvanece, eclipsado por una inmensa alegría al recordar todas las experiencias vividas en los últimos 45 días. La buena sensación se refuerza con la excitación del momento: dejo que la gravedad me empuje ladera abajo, y La Paz se abre ante mí.