Ciclista contemplando el paisaje

Beneficios mentales de rodar: mi experiencia tras horas en la bici

No soy psicólogo ni especialista en salud mental. Pero sí soy alguien que, después de años pedaleando, muchas veces durante días, algo pasa en mi mente que no siempre es fácil de poner en palabras: Se aligera. Se acomoda. Se despeja. Hoy amanecí con ganas de hacer mi mejor esfuerzo por explicar esta experiencia.

No estoy diciendo que el ciclismo sea una solución mágica para todo. Sin embargo, con el tiempo he descubierto que, por lo menos en lo personal, las rutas largas, ya sean de uno o varios días, pueden tener un efecto muy valioso. Me refiero a esas rodadas que me sacan de mi entorno habitual y me empujan a pedalear durante horas, en silencio o en conversación conmigo mismo. Hay algo en el movimiento constante, en la desconexión del teléfono, en la repetición del pedaleo, en el mismo camino, sus paisajes y las personas que conozco, que abre espacio para que las cosas internas encuentren su lugar.

Y aunque esta idea puede sonar romántica o subjetiva, no soy la única persona que lo cree. Algunos estudios han observado que las personas que usan la bicicleta regularmente tienden a tener mejor salud mental que quienes no lo hacen. Por ejemplo, un estudio del Glasgow Centre for Population Health, encontró que quienes se transportan en bici tienen menos probabilidades de recibir prescripciones por problemas de salud mental en comparación con quienes se mueven en auto o transporte público.

Pero en esta ocasión no quiero hablar de estadísticas ni de consejos médicos. Mi intención es compartir lo que yo he vivido: cómo, tras una larga jornada sobre mi bicicleta, regreso con más claridad que antes de salir. Y de cómo, quizás, tú también, si no es que ya lo has experimentado, puedas encontrar algo parecido en tu próxima ruta.

Lo que no vez en el mapa

Navegación Wahoo ELEMNT ROAM 3

Hay cosas que no aparecen en Komoot, ni en Strava, ni en ningún otro mapa. No me refiero a veredas escondidas ni atajos secretos, sino a lo que sucede adentro después de varias horas pedaleando. Cuando salgo con la intención de hacer una rodada larga, aunque sea por tan solo una mañana entera, me doy cuenta de que el viaje no solo ocurre afuera. Hay otra ruta que se activa en mi interior. Esto sucede especialmente cuando salgo en solitario, pero también puede pasar cuando me separo un poco del grupo y agarro mi propio ritmo.

A veces es sutil: un pensamiento que llevaba semanas dando vueltas y de pronto se ordena. Otras veces, más fuerte: una emoción atorada que se suelta sin aviso mientras pedaleo cuesta arriba, solo, con el corazón casi saliéndose por la boca. Me ha pasado.

Suele sucederme a partir de la tercera o cuarta hora, cuando ya salí de la ciudad, dejé de mirar el reloj y solo reviso el GPS de vez en cuando para mantener la ruta. De repente me encuentro dentro de mi mente, en una especie de espacio interior. Como si mi cuerpo tomara el control automático del movimiento y dejara a la mente libre para deambular. Algunas de las que considero mis mejores ideas, y también algunas de mis decisiones más importantes, nacieron en ese espacio.

En mi experiencia, ese estado mental aparece cuando ruedo sin un destino urgente. Por eso creo que esas horas, sin distracciones ni prisas, son cuando realmente puedo concentrarme en mi diálogo interior, más que en el camino.

Afuera no hay señal, pero sí respuestas

Ciclista rodando en bosques de Australia

Hoy en día, no es raro que al quedarnos sin señal nos sintamos un poco incómodos. Se siente raro saber que nadie puede llamarnos, escribirnos o localizarnos. Después de estar permanentemente conectados, eso puede parecer un vacío… hasta que deja de serlo.

Con el tiempo, he ido aprendiendo a convertir ese vacío en espacio. Cuando no estoy pendiente del teléfono, se abre una oportunidad para conectar con el entorno y conmigo mismo. Ahora que trato de ponerlo en palabras, suena algo contradictorio. Pero la desconexión externa crea una especie de silencio que no es ausencia, porque empiezas a notar los sonidos del entorno, los aromas del camino… y, poco a poco, inicia ese diálogo interior.

Siento que, al quitar el ruido de lo digital, la mente comienza a aquietarse. Como ya lo mencioné, no es que todos los problemas se resuelvan mágicamente. Pero especialmente cuando ruedo por la montaña o por caminos abiertos, puedo ver las cosas con más claridad. Algunas ideas que antes estaban revueltas toman forma, logro poner las cosas en perspectiva y algunas preocupaciones pierden peso.

En un mundo que todo el tiempo nos exige estar disponibles, atentos, ocupados… perderte un rato en bici puede ser un acto de recuperación.

La mente también se mueve al ritmo del pedal

Sombra de ciclista en lugar remoto

Hay algo en el movimiento constante al pedalear que hace que la mente entre en otro ritmo. Después de cierto tiempo, mis pensamientos comienzan a fluir distinto. Es casi como si la cadencia del pedaleo empezara a alinear las ideas. Y aquí vale la pena hacer una aclaración importante: no siempre llego a grandes conclusiones, ni nada por el estilo. Pero casi siempre regreso con algo más de claridad que cuando salí. Mínimo, con la mente despejada y buen estado de ánimo.

Para mí, la bici se convierte en una especie de filtro mental. Lo que importa se queda, lo que estorba se va diluyendo kilómetro a kilómetro. En ocasiones, las ideas se van desenmarañando solas, sin forzarlas. Y otras tantas, no pienso en nada especial… pero eso también está bien.

En algún lugar leí que este tipo de ejercicio sostenido, sin explosividad, sin competencia, sin distracciones, estimula ciertas funciones cerebrales: mejora la memoria, la concentración y la creatividad. No tengo cómo comprobarlo científicamente, y ni es mi intención. Pero sí puedo decir que, después de rodar por lo menos un par de horas, la mayoría de las veces regreso con una sensación de ligereza mental difícil de describir.

Supongo que algo se acomoda mientras pedaleamos. Tal vez sea la repetición del esfuerzo, la concentración suave que exige el camino, o simplemente el hecho de estar haciendo algo con el cuerpo que libera a la mente.

Para mí, ese tipo de claridad no aparece cuando la busco, sino cuando dejo de intentarlo. Y la bicicleta, sin quererlo, se ha convertido en mi vehículo para llegar ahí.

Detalles que hacen la diferencia emocional

Nocs Zoom Tube en bolsa de manillar

En rutas largas, los pequeños detalles se sienten más grandes. A veces una rodada puede ser físicamente exigente, pero muchas veces lo que decae no es el cuerpo, sino el ánimo. Para mí, en esos momentos, hay ciertos gestos, objetos o costumbres que ayudan más de lo que parece. No te salvan el día… pero lo alivian.

En algunos círculos de cicloviajeros le llaman kit de moral, pequeños lujos o no-escenciales. Con el tiempo, he ido creando mi propia versión. Puede ser un setup minimalista para preparar un café mientras descanso a la sombra de un árbol, o sacar mi Zoom Tube para contemplar el paisaje a lo lejos —o, con suerte, observar algún animal o pájaro. Pero tú puedes armar tu propio kit con lo que quieras: un playlist descargado con canciones que te recuerdan algo bueno, una nota escrita, una foto o cualquier objeto que te acompañe emocionalmente.

Estos objetos no tienen ninguna utilidad imprescindible. No sirven para reparar la bici ni calman el hambre, realmente. Pero cumplen una función que, para mí, se ha vuelto esencial: reconectarme. Me recuerdan por qué estoy ahí, incluso cuando todo se siente cuesta arriba.

No siempre los uso, y a veces llevo algo diferente. Hay días en los que no los necesito y se quedan guardados. Pero saber que están ahí, como un pequeño gesto de cuidado hacia mí mismo, ya hace una diferencia. Son recordatorios silenciosos de que rodar también es un acto emocional, y que vale la pena mantener no solo la bici… sino el ánimo.

Salir en solitario también es medicina

Sendero solitario en el bosque

Claro que no siempre salgo solo. De hecho, muchas de mis rutas favoritas han sido con amistades. Pero hay algo de rodar en solitario que me ha regalado momentos únicos. No por querer aislarme, sino porque estar solo en ruta, aunque sea por unas horas, cambia el tipo de diálogo que tengo conmigo mismo.

Al principio puede ser raro. El silencio pesa. No hay nadie con quien comentar la subida, ni reírte de lo complicado del terreno. Tampoco hay quien te eche porras cuando estás a punto de rendirte. Pero después de un rato, entras en ese espacio que ya comenté.

Creo que uno de los mejores aprendizajes de rodar solo ha sido confiar en mí: en mis decisiones, en mi ritmo. No hay presión por alcanzar a alguien ni por mantener una conversación. El tiempo se siente distinto. La atención se agudiza. Te das cuenta de cosas que en grupo pueden pasar desapercibidas: un aroma en el aire, una piedra en particular, un cambio sutil en tu ánimo.

Y no tiene que ser una travesía épica. Si sales en grupo, basta con separarte por un rato, elegir un ritmo diferente. Ese pequeño momento de soledad puede convertirse en un reencuentro. A veces me pasa sin planearlo: me atraso sin querer, y cuando volteo ya no hay nadie a la vista. Antes tenía la costumbre de acelerar el paso, pero terminaba cansado, no disfrutaba… y me estresaba. También hay ocasiones en las que me adelanto (no son muchas, no soy un ciclista veloz). En lugar de regresar, bajo el ritmo y me quedo ahí, en silencio, acompañándome.

No digo que rodar solo sea mejor que rodar acompañado. Pero sí creo que, de vez en cuando, darnos ese espacio vale la pena. Una forma de reconectar con lo más básico: tú, la bici, el camino… y nada más.

Volver diferente, sin ir demasiado lejos

Ciclista en casco viejo en caminos de Oaxaca

Una de las cosas que más me gusta de las rutas largas, incluso esas que empiezan y terminan en casa el mismo día, es darme cuenta de que algo cambia al volver. A veces es apenas una sensación, un estado mental distinto, una calma que no tenía por la mañana.

No se trata de volver con respuestas que cambiarán el rumbo de mi vida, ni de haber resuelto todo mientras pedaleaba. Pero sí de regresar con otra energía, con otra mirada. Después de varias horas afuera, lejos del ruido, sin apuros, siento que mi atención regresa más limpia. Las cosas que me traían tenso pierden urgencia, y otras que no había notado aparecen con más nitidez.

Esa transformación, aunque sutil, es de los mejores regalos que me ha dado la bicicleta. No es solo ejercicio, ni solo paisaje. Es la posibilidad de regresar un poco distinto. A veces más ligero. A veces más centrado. A veces, simplemente, más presente.

Y lo mejor es que no hace falta ir muy lejos. No necesitas cruzar un país entero ni hacer una travesía de varios días. A veces basta con salir por la mañana, rodar durante unas horas a tu propio ritmo, desconectarte un rato… y, al volver, notar que algo, dentro de ti, se acomodó.

Pedalear para escucharme

José Luis en caminos de Tehuacán.

No siempre salgo buscando claridad. A veces solo quiero rodar. Mover las piernas, cambiar de aire, salir a probar algún nuevo accesorio que le puse a la bicicleta. Pero, sin planearlo, muchas de esas salidas se convierten en algo más. Terminan siendo una conversación interna, un pequeño ajuste mental, una forma de volver a mí.

No sé si es solo mi imaginación, pero yo soy fiel creyente de que la bicicleta “cura”. De lo que sí estoy seguro es que me ofrece un espacio donde puedo escucharme sin tanto ruido. Un lugar móvil, al aire libre y a mi ritmo. Solo tengo que pedalear, respirar, mirar… y dejar que las cosas se acomoden solas.

Eso es lo que más me gusta de pasar largas jornadas en mi bicicleta: que, sin importar por qué salí o a dónde fui, casi siempre vuelvo con algo que no llevaba. A veces una idea. A veces, una emoción más tranquila. A veces, simplemente, la certeza de que estar en movimiento me ayuda a estar en paz.

Y por eso, estoy enteramente agradecido con mi bicicleta.

PEDALIA
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